lunes, febrero 18, 2008

Manoseando a Villaurrutia

Hoy amanecí con ganas de compartir un jugueteo picaresco que se me ocurrió a partir del famoso calambur de Xavier Villaurrutia contenido en su "Nocturno en el que nada se oye". Todo surgió de un tartamudeo convocado por José de la Colina. Va:
Y mi voz quema, madura.
Y mi bosque, mamá, dura.
Y mi voz que mama dura.
Y mi voz, ¡qué mamadura!

De una vez les paso al costo el poema de Villaurrutia:

Nocturno en el que nada se oye

En medio de un silencio desierto como la calle antes del crimen
sin respirar siquiera para que nada turbe mi muerte
en esta soledad sin paredes
al tiempo que huyeron los ángulos
en la tumba del lecho dejo mi estatua sin sangre
para salir en un momento tan lento
en un interminable descenso
sin brazos que tender
sin dedos para alcanzar la escala que cae de un piano invisible
sin más que una mirada y una voz
que no recuerdan haber salido de ojos y labios
¿qué son labios? ¿qué son miradas que son labios?
Y mi voz ya no es mía
dentro del agua que no moja
dentro del aire de vidrio
dentro del fuego lívido que corta como el grito
Y en el juego angustioso de un espejo frente a otro
cae mi voz
y mi voz que madura
y mi voz quemadura
y mi bosque madura
y mi voz quema dura
como el hielo de vidrio
como el grito de hielo
aquí en el caracol de la oreja
el latido de un mar en el que no sé nada
en el que no se nada
porque he dejado pies y brazos en la orilla
siento caer fuera de mí la red de mis nervios
mas huye todo como el pez que se da cuenta
hasta ciento en el pulso de mis sienes
muda telegrafía a la que nadie responde
porque el sueño y la muerte nada tienen ya que decirse.

martes, febrero 05, 2008

Evidencias de una cofradía espontánea

Kutzi Hernández Galván

Hay cofradías, como la de San Juan Bautista en Zacatecas, México, que se reúnen de cuando en cuando para participar en actos masivos que precisan de todo un ritual cuidadosamente preparado a lo largo del año. Si bien el evento a que haré referencia en esta ocasión estuvo planeado durante años, no me cabe duda que lo que se instauró ahí no fue sino una cofradía espontánea, cuya anónima complicidad habremos de guardar por el resto de nuestras vidas todos quienes ahí participamos.

Imagínate el siguiente paisaje: en un primer plano, los dedos gordos de los pies de un desconocido; a izquierda y derecha, en lontananza, se hallan tumbados sobre el concreto miles de cuerpos desnudos, mientras que el Palacio Nacional funge como horizonte. El resto del cuadro es un vacío blanco de nubes indefinibles. Ahora imagínate este mismo paisaje, pero de cabeza.

Esta es una de las imágenes que contemplé desnuda, tumbada sobre el piso del Zócalo de la ciudad de México la mañana del 6 de mayo de 2007. El producto —uno de los productos— se encuentra actualmente en exposición en el Museo Universitario de Ciencias y Artes (MUCA) de la UNAM, hasta el 9 de diciembre próximo. Es una lástima que la muestra no sea itinerante, siendo tan pequeña y fácil de transportar: apenas unas seis fotos —una de ellas tamaño mural— y un video presentado en monitores repartidos estratégicamente en cuatro salas.

Si bien mi idea de participar en el desnudo masivo de Spencer Tunick aquel 6 de mayo se volvió realidad a partir de la curiosidad, el evento devino en experiencia estética y espiritual. A donde volteara, aguardaba un paisaje que me conmovía por su humanidad, cosa que puede ocurrirle a una casi todos los días en todos lados, pero que en esta ocasión contaba con la particularidad de que los anónimos protagonistas lucían sus cuerpos sin el menor prejuicio a lo que fuere.

Que me perdonen los gringos
En un principio, me parecía ignominioso acudir a encuerarme en público, no por el encuere en sí, sino porque el llamado provenía de un gringo. Luego de una negociación interna, la curiosidad venció sobre el prejuicio nacionalista; al menos eso creía yo, hasta que, mientras transcurría la toma (¡la toma! ¡qué vergüenza!) en el lugar de los hechos, advertí en mis entrañas un secreto malestar al mismo tiempo que veía al rebaño de mexicanos encuerados moviéndonos de aquí para allá, saludando a la bandera, inclinándonos, acostándonos, haciendo el muertito, según las órdenes de un anglosajón que ni una coca cola nos proporcionó cual gratificación perruna.

Gajes del oficio, pensé yo, mientras maquinaba una convocatoria para improvisar en ese momento un eventual sindicato de eventuales encueratrices, pues luego de más de cuatro horas de espera, no nos dieron ni una torta, ni un juguito, ni consuelo alguno (no es albur) ante las inclemencias del frío mañanero (ese tampoco es albur), a pesar de todo el apoyo financiero recibido por Tunick durante la realización de su proyecto. Tal vez nos tienen muy mal acostumbrados los partidos políticos en este país, pues reconozco que mi expectativa nacía a partir del siguiente silogismo: donde hay un mitin, hay refrescos y tortas. Y llaveros. Y cubetas, si es preciso. Y camiones para transportar a los participantes de vuelta a sus casas. Pero no hubo tales. Era un gringo.

No contento con lo anterior, luego de más de una hora de tomar fotografías (o de hacerse pendejo, como diría mi abuelita), Tunick solicitó a las féminas que permaneciéramos unos minutos más para unas tomas frente al Palacio Nacional. Los hombres se retiraron a vestirse. Por un error de logística, los organizadores comenzaron a abrir el área al público adyacente, de modo que, cámaras y celulares en mano, una legión de fisgones comenzaron a fotografiarnos a diestra y siniestra. Por razones que aún no comprendo, gran parte de las mujeres se sintieron incómodas, incluso ofendidas. Tal vez porque los intrusos no se echaron el volado junto con el resto. Ellos eran los otros, los espectadores que no habían participado en lo que para todas y todos nosotros costó tanto esfuerzo: desprendernos de las vestiduras y las máscaras, valga el lugarazo común. Si bien hubo una comunión entre quienes saltamos juntos al vacío —vacío de ropas, de ideas preconcebidas—, dicha comunión se reveló confirmada en el momento de la irrupción ya mencionada. Era como pertenecer a una especie de club. La contraseña: cero ropa. Y conste que no era un club nudista, pues “esto no es un desnudo de exhibicionistas, sino de gente común y corriente”, como bien lo dijo Tunick, experto en tratar con multitudes dispuestas a ser parte de una aventura estética y humana —bueno, tal vez no todos van con esa idea—, personas dispuestas a verse en el espejo de la muchedumbre desnuda, sin mayor conflicto.

Es curioso el cambio casi instantáneo de parámetros: en cualquier otra circunstancia, una sola persona desnuda en un lugar público habría sido motivo de un desgarriate. Esa mañana, en el Zócalo, todo, incluso lo que en otro contexto es susceptible de crítica o de desazón —la vejez, la gordura, la celulitis, las verrugas, las piernas interminables de un hombre con poliomielitis— en ese momento era lo normal. En cambio, los elementos que no estaban programados fueron la causa de por lo menos dos turbaciones, una personal, la otra colectiva: por una parte, la colilla de un cigarro adherida a la espalda de uno de los participantes —que se levantaba, luego de haber posado en decúbito supino— y por otra, la mencionada intromisión de quienes acudían a disfrutar del pastel sin haber participado en su elaboración.

Una de las experiencias más gratificantes del día ocurrió de manera espontánea, justo cuando las mujeres por fin rompimos filas y regresamos a buscar nuestras ropas. En ese momento, los hombres ahí presentes soltaron un largo aplauso que me conmovió y a la fecha me sigue conmoviendo. Tal vez aplaudían a las participantes que nos quedamos media hora más para posar, pese a las incomodidades que ello significaba. Tal vez aplaudían al evento en general. El caso es que nunca como en ese momento había sentido de una forma tan robusta una suerte de… solidaridad de género. “Qué clavada”, dirán, pero no se me ocurre una expresión más exacta de lo que sentí en ese instante. Bueno, tal vez sí la haya: catarsis. Bien lo dijo alguien cuyo nombre no recuerdo ahora: “todo mundo quiere hacer una locura; si no, se vuelven locos”. Ese momento fue la coronación de la terapia colectiva que a muchos de seguro nos habrá de ahorrar años de terapia (y que me perdone mi psiquiatra).

Bien lo dijo Raquel Tibol (¡qué bien conservada está, la condenada!): el desnudo masivo en el Zócalo fue, más que nada, un mitin espiritual. Y es que el pueblo mitotero también tiene su corazoncito.

Epílogo
Hace pocos días acudí al MUCA, dentro de las fechas indicadas por los organizadores, para recoger mi diploma de participación: una fotografía de 20 por 25 centímetros, en cuyo reverso se encuentra una etiqueta con la firma del autor (la cual yo hubiese preferido encontrar al frente, pero ese es otro cantar). Miles de personas yacen en el suelo, en posición fetal, acaso como adorando a Alá.

Si bien el documento no testimonia o, mejor dicho, no evidencia mi participación en el desnudo masivo —en la gráfica, mi cuerpo se pierde en la multitud de espaldas encorvadas que, como piedrecillas de río, tapizamos el Zócalo—, su obtención representó un motivo de inusitado orgullo para quien esto escribe. Mientras me formaba en la fila para recoger la codiciada foto, me di cuenta que observaba con cierto aire de superioridad al resto de personas que acudía simplemente a ver la exposición. Suena (¿un sinónimo de “mamón” que no se oiga tan… agresivo?)… Suena pedante, pero eso sentí en aquel momento, y probablemente lo siga sintiendo.

miércoles, marzo 29, 2006

El ocaso de los intelectuales

Kutzi Hernández Galván


En un lejano lugar
retacado de nopales
había unos tipos extraños
llamados intelectuales.

Se la pasaban leyendo
para ser sabios y doctos
pues no querían seguir siendo
vulgares tipos autóctonos…


Rockdrigo González.

0.
Si un día se hiciera un análisis profundo sobre los personajes típicos de las sociedades occidentales modernas –cosa que no haré aquí–, por supuesto que aparecería en el inventario una figura a la que usualmente se le confieren características de singularidad, pese a haberse convertido ya en un estereotipo. Me refiero al intelectual, cuya imagen ha sido representada a partir de rasgos tan claros, que incluso puede afirmarse que junto al político, el militar o el cura, el intelectual es uno de los personajes históricos más definidos en la mente colectiva. Independientemente de que esta imagen concuerde con la realidad, lo cierto es que los intelectuales, como conjunto social, se han visto no sólo recreados, sino caricaturizados a través de manifestaciones diversas, entre ellas la literatura, la tradición oral, los medios masivos de comunicación, por mencionar algunas. De lo anterior puede deducirse que la sociedad no ha sido indiferente al influjo de estos personajes, cualquiera que haya sido su alcance.
Sobre los intelectuales se puede hablar largamente, ya que representan un sector relevante dentro de la sociedad, pues su aportación se traduce en el desarrollo del patrimonio cultural, las más de las veces intangible, mismo que constituye un parámetro fundamental para calibrar el grado de evolución de un pueblo determinado. Por otro lado, es un hecho que a lo largo de la historia, los intelectuales han tenido injerencia en el ámbito político, de manera que desde hace siglos hasta la fecha, su punto de vista ha sido tomado en cuenta para la toma de decisiones de quienes dirigen los destinos de pueblos y naciones.
En el presente ensayo me referiré básicamente a la imagen que el intelectual proyecta como personaje social, con el objeto –acaso malsano– de identificar los fundamentos a partir de los cuales dicha imagen tiene lugar, así como las consecuencias de dicha proyección en las relaciones que el sector intelectual guarda con su entorno y concretamente con el poder político, en el caso de Zacatecas. Una vez definido lo anterior, me tomaré el atrevimiento de formular y al mismo tiempo tratar de responder a una pregunta que considero fundamental: el papel que el intelectual desempeña en la sociedad zacatecana, ¿ha trascendido más allá de ser una mera imagen?

1.
Debo advertir que al hablar de los intelectuales me refiero a aquellas personas dedicadas principalmente a las actividades relacionadas con el cultivo de las artes y las ciencias, concepto que incluye a filósofos, escritores, artistas, científicos. Pero considero pertinente ir más allá, pues si nos apegamos al significado que la real academia española confiere al trabajo intelectual, es decir, como una actividad relacionada con el entendimiento, encontraríamos que los educadores en todos los niveles realizan un trabajo eminentemente intelectual. Lo mismo ocurriría con investigadores, periodistas, juristas, politólogos y demás personas especializadas en labores que básicamente tienen que ver con el análisis, reflexión, interpretación y transmisión del conocimiento. Ya Umberto Eco se refirió a la dificultad para definir quiénes son los intelectuales:

Es sabido que los intelectuales, en cuanto categoría, son un concepto muy vago. En cambio, se puede precisar mejor qué es la función intelectual. Consiste en determinar de manera crítica lo que se considera una aproximación satisfactoria al concepto de verdad. El trabajo intelectual es, por ende, analítico y crítico. Frente a un hecho social (para limitarnos a un campo), el intelectual analiza la evidencia, buscando lo que es ambiguo y revela (pone al descubierto, denuncia) lo que no es evidente".(1)

Con todo, cabe señalar que no ha sido fácil que se reconozca el papel intelectual que han desempeñado los especialistas que acabo de mencionar, pues a diferencia del artista, el filósofo o el científico, que básicamente son generadores de ideas, productos estéticos o conocimientos nuevos, mientras que un maestro o un investigador basa su trabajo sobre lo ya existente, es decir, a partir de lo hecho por el ingenio creativo. Lo anterior significa que el trabajo reflexivo y de difusión es tan importante como el trabajo creativo, ya que la existencia de ambos incide en el enriquecimiento del patrimonio cultural de una comunidad. Por tal motivo, es que en este ensayo llamaremos intelectuales no sólo a humanistas, escritores, artistas o científicos, sino también a docentes, juristas y demás personas cuya principal actividad se ocupa en las funciones ya descritas.

2.
En el presente apartado me acercaré a la imagen que a lo largo de la historia se ha ido construyendo en la cultura de Occidente en torno al intelectual. La aparición de estos personajes es una manifestación de la época moderna, ya que durante el Medioevo, únicamente el clero tenía acceso al conocimiento. Hay que citar que siglos atrás, en la época clásica de Grecia e Italia, los poetas y filósofos gozaban de un sitio privilegiado en la jerarquía social, y la imagen que proyectaban era de respeto, a partir de que cumplían una función socialmente definida. Los antiguos emperadores se hacían aconsejar por filósofos, como es el caso de Alejandro Magno, cuyo maestro, Aristóteles, influyó notablemente en la formación del rey de Macedonia.
A partir de la época renacentista surgieron abogados, maestros, artistas y demás profesionales que tuvieron un acercamiento a las ciencias, las letras y las artes, lo cual les permitió participar directa o indirectamente en el desenvolvimiento de la cultura. De esta temprana etapa del desarrollo de lo que ahora podemos definir como clase intelectual, han quedado registradas diversas alusiones a estos personajes, en las que ya comienza a dibujarse la personalidad un poco extravagante con la que aún hoy se les tipifica a los intelectuales. Como mencioné en el apartado anterior, en muchos casos se ha llegado al extremo de resaltar sus rasgos al extremo de la caricatura; este fenómeno ha sido notorio sobre todo en la literatura. El ejemplo más famoso es sin duda el licenciado Vidriera, que de tanto leer y leer libros, terminó volviéndose loco, al grado de tomar la identidad de un audaz caballero en busca de aventuras. Desde entonces, y de manera irremediable, la imagen del intelectual quedaría marcada por cierta excentricidad, no pocas veces proclive la locura, por proyectar frecuentemente la sensación de vivir en un mundo alejado a la realidad tangible.
Con el movimiento de Ilustración se destaca el papel social del intelectual como generador y promotor del saber científico, a partir de las tendencias metodistas que se desarrollaron durante esta época. Sin embargo, fue el movimiento romántico el que promovió una idea diametralmente opuesta a la del movimiento de Ilustración en torno al intelectual, al mostrar a éste como un personaje inmerso totalmente en su mundo de ideas y de libros, desentendido de las frivolidades mundanas y desprovisto de una visión pragmática de la vida. Esta idea romántica que concretamente se tenía sobre el artista, el filósofo o el escritor, tuvo gran peso en la concepción popular sobre los humanistas en general, al grado de que aún hoy, ciertas alas de la sociedad encuentren natural que la comunidad intelectual permanezca auto-marginada de los movimientos sociales y políticos, cuando se da el caso. Incluso, algunos historiadores y críticos así han caracterizado la personalidad del humanista, y un ejemplo nos lo da Samuel Ramos, quien dice que la
incapacidad práctica del artista es el reverso de su innato desinterés, en virtud del cual es posible la visión estética de las cosas o, en suma, ser artista parece, pues, una fatalidad inherente a su naturaleza, esa carencia de sentido utilitario que lo condena a marchar por la vida real como sonámbulo, como un hombre “que está en las nubes” o como un niño al que hay que proteger. (2)

Esta visión sobre el artista fue haciéndose extensiva al resto de la comunidad intelectual, la cual, paradójicamente, en ocasiones ha sido tratada como una caterva de débiles mentales a los cuales hay que exonerar en clara actitud paternalista, respecto a su compromiso con la sociedad.

3.
¿Qué tanto ha contribuido la comunidad intelectual en la formación de esta imagen? En honor a la verdad, creo que muchos intelectuales se han involucrado de tal manera con su papel social, que han dado sus ideas, su libertad y no pocas veces hasta su vida, con tal de mantener una congruencia entre sus convicciones y la función que dentro de la sociedad decidieron asumir en su momento. Artistas exiliados, maestros perseguidos, periodistas muertos, investigadores censurados, los hay por miles en la historia de todos los países. Afortunadamente, la historia de Zacatecas no registra casos conocidos que hayan llegado a estos extremos.
En contraparte, los hay que, arrellanados cómodamente en una especie de cápsula de cristal, escudados en las trincheras que dejó tras de sí el vanguardismo y su lema de “el arte por el arte”, parecieran evitar a toda costa el contacto con su entorno social y político inmediato, por considerarlo poco trascendental, comparado con su misión de desentrañar la esencia de los misterios de la existencia. Ramos afirma que en el artista hay
una tendencia a separarse del vulgo y la muchedumbre, originada en su sentido de lo bello que es gusto por lo selecto y distinguido. En lo más profundo de su ser tiene que sentirse en desacuerdo con el hombre-masa por su falta de comprensión de lo bello y la consecuente desestimación del arte. Es, pues, natural que los artistas tiendan a formar élites dentro de la vida social…(3)


Obviamente, esta postura en la actualidad es totalmente obsoleta, pues aunque sobrevivan grupos que se manejen bajo esta mentalidad, ésta no corresponde a la generalidad de intelectuales. Sin embargo, pese a las tendencias transvanguardistas dentro del arte, mismas que enarbolan el regreso hacia un sentido social en el producto estético, aún es fuerte la influencia de la corriente anterior.
Con todo, ¿acaso Zacatecas no cuenta con su respectiva sucursal de la élite? ¿no existen grupos que, cerrados en sí mismos, parecieran resucitar al monstruo de las múltiples cabezas contra el que el mítico Hércules tuviera que pelear alguna vez? Por supuesto que sí, y aunque pequeños, la falta de alternativas en Zacatecas y la brevedad de nuestra urbe los vuelve notorios en su “narcisismo colectivo”, en el que el lema nunca dicho, mas siempre acatado, es: “nos juntamos porque nos parecemos, porque estamos directamente sensibilizados por los mismos objetivos existenciales”, (4) con el que Lipovetsky describiría a un grupo de autoayuda. El riesgo de la existencia de tales núcleos reside en que con el paso del tiempo se vuelven cada vez más sofisticados en cuanto a sus estructuras, de modo que, tarde o temprano, se tienden redes de poder cuya naturaleza es más bien oscura. Ya Enrique Serna dedicó una novela al tema de las mafias contemporáneas. (5) Antes, René Avilés hizo lo propio en Los juegos, por mencionar algunos.

4.
Sin embargo, pese a que ha habido una creciente tendencia a involucrarse en la búsqueda de soluciones a los problemas culturales, políticos y sociales que se presentan a la comunidad zacatecana, lo cierto es que el comportamiento de una gran parte de intelectuales pareciera ser el de un termómetro demasiado sensible al clima que se presenta, de manera que la crisis generalizada ha dado lugar a un comportamiento que responde al desencanto consecuente. Benedetti refiere esto como una embriaguez de pesimismo:


…si en más de un ciudadano común ese estado de ánimo puede traducirse en escepticismo, indiferencia, insolidaridad, frívola asunción de la vida, en el intelectual esa crisis es más grave, tal vez porque su cometido es en buena parte la elaboración y transmisión de ideas; por eso no puede menos que asombrarse cuando el mundo se las devuelve sin aquiescencia, sin negación y sin remiendos, o sea virtualmente sin uso. (6)

Definitivamente, esta situación prevalece de manera generalizada no sólo en nuestro país ni en Latinoamérica, sino como una racha que en el mundo entero se ha dejado sentir:

La despolitización y la desindicalización adquieren proporciones jamás alcanzadas, la esperanza revolucionaria y la protesta estudiantil han desaparecido, se agota la contra-cultura, raras son las causas capaces de galvanizar a largo término las energías. La res publica está desvitalizada, las grandes cuestiones “filosóficas”, económicas, políticas o militares despiertan poco a poco la misma curiosidad desenfadada que cualquier suceso”. (7)

5.
Ante ello, no encuentro otra cosa que el pesimismo como causa para explicar la tibieza con la que la comunidad intelectual zacatecana se ha manifestado respecto a su contexto socio-político inmediato. Si bien se han registrado participaciones de artistas, investigadores, docentes o filósofos en foros abiertos de consulta y diagnóstico sobre el particular, hay que señalar que tales apariciones han sido más bien ocasionales, sin continuidad, cosa que hace pensar que no hay en ellos mismos muchas esperanzas en cuanto a la utilidad de sus aportaciones a su comunidad. Como consecuencia, la apatía se adueña del escenario, “todo se desliza en una indiferencia relajada”.(8) Por otro lado, las participaciones de artistas connotados en eventos políticos han despertado cuestionamientos en cuanto a su verdadera aportación: ¿es realmente tomada en cuenta la opinión del intelectual, por parte del político? Y aunque tales elucubraciones pudieran parecer demasiado recelosas, lo cierto es que no ignoramos que en la historia de México y de la mayoría de los países del mundo, los políticos se han servido de los intelectuales para sumar puntos a su prestigio, cubrir de oropel sus plataformas electorales, proyectar una falsa imagen de seriedad, sensibilidad humanista y conciencia crítica. En contraparte, han sido pocos los intelectuales que se han resistido a ser parte del juego y, engolosinados por los dulces néctares emanados del poder, han accedido mansamente a producir obras condescendientes con el sistema, a despojarse de toda actitud crítica de fondo y ser utilizados en calidad de esplendoroso mueble en los eventos públicos.
Tras el desencanto, pareciera cada vez más creciente el número de personas que vislumbran el ocaso de la “especie” intelectual. Por un lado, la percepción consiste en que los humanistas comienzan a extinguirse, o bien, se vuelcan en los medios masivos de comunicación, bajo el peligro de que los reflectores diluyan toda profundidad de contenidos; la disyuntiva es clara: el intelectual
…o bien agoniza o bien se transformó en un mero comentarista mediático. El antiguo tipo de intelectual ha sido absorbido por la profesionalización académica. Y aquellos que se resisten a la academia parecen volverse menos intelectuales a medida que se vuelven más públicos”. (9)

según se desprende de los comentarios vertidos durante un foro organizado por la revista estadounidense The Nation, en torno al futuro del intelectual público.

6.
Los principios de un desenvolvimiento intelectual crítico y libre de cualquier influencia que pudiera desvirtuar su papel como impulsor en la búsqueda de nuevos horizontes para Zacatecas, son claros para todos en lo que respecta a la teoría. Sin embargo, pareciera que en la práctica, su ejercicio cada vez se oculta más o no aparece con suficiente brillo ante la luz pública. ¿Qué está pasando? ¿Acaso el trabajo de años de muchos universitarios, humanistas, escritores, artistas se está viendo opacado? ¿Por qué no ha trascendido con la fuerza que se requiere para el estímulo de la evolución cultural en nuestro estado? Descarto inmediatamente la falta de calidad como respuesta, pues sería caer en la mentira.
Pareciera que la inercia, el desencanto y la apatía son más fuertes. Se conoce poco la obra de los intelectuales: se lee poco; no se visitan los museos. Por lo menos, no por parte de los zacatecanos. Ante este desinterés, el humanista no puede darse el lujo de caer en el error que caracterizó al siglo XX. No más parapetos en el arte y la cultura de élite para contrarrestar los rigores de una frialdad por parte de una sociedad que no ha sido educada para comprender los esfuerzos de una vocación humanista. Una reacción contraria sería más saludable. Una participación activa de la comunidad artística en la promoción formativa de la sociedad, podría –y de hecho debería– ser la alternativa que brinde luz ante este ocaso que cada vez se presenta –paradójicamente– con mayor claridad.

Notas:
(1) Cit. en “¿Tienen futuro los intelectuales?” El Clarin, htt://ar.clarin.com/diario/2001-02-09/o-02203.htm
(2) Filosofía de la vida artística, Ed. Espasa Calpe, Colección Austral 979, México, 1994.
(3) Ramos, pág. 62.
(4) Lipovetsky, Gilles, La era del vacío. Ensayos sobre el individualismo contemporáneo, Ed. Anagrama, Barcelona, 1998. Pág. 14.
(5) Cfr. El miedo a los animales. Ed. Joaquín Mortiz, México, 1995.
(6) Benedetti, Mario, La cultura, ese blanco móvil, Editorial Patria, México, 1989. Pág. 148.
(7) Lipovetsky, Gilles, op. Cit., pp. 50-51.
(8) Íd. pág. 13.
(9) Fernández Vega, José, “La globalización prefiere intelectuales reaccionarios”, en El Clarín, página informativa de internet, htt://ar.clarin.com/suplementos/cultura/2001-02-25u-00203.htm

Fuentes
Bibliografía:
- Benedetti, Mario, La cultura, ese blanco móvil, Editorial Patria, México, 1989.
- Lipovetsky, Gilles, La era del vacío. Ensayos sobre el individualismo contemporáneo, Ed. Anagrama, Barcelona, 1998.
- Ramos, Samuel, Filosofía de la vida artística, Ed. Espasa Calpe, Colección Austral 979, México, 1994.
- Serna, Enrique, El miedo a los animales. Ed. Joaquín Mortiz, México, 1995.

Cibergrafía:
- “¿Tienen futuro los intelectuales?” El Clarin, htt://ar.clarin.com/diario/2001-02-09/o-02203.htm
- Fernández Vega, José, “La globalización prefiere intelectuales reaccionarios”, en El Clarín, página web, htt://ar.clarin.com/suplementos/cultura/2001-02-25u-00203.htm

lunes, febrero 06, 2006

Mujer y arte

Mujer y Arte: Una reflexión
Kutzi Hernández Galván

1. La mujer como objeto artístico
En las últimas décadas, ha aumentado el magro número de estudios que buscan identificar cuáles son los conceptos y las obsesiones femeninas en el arte. Lo anterior significa forzosamente hacer un trabajo de diferenciación respecto a los conceptos y las obsesiones masculinas que forman parte de la cultura de los pueblos. En lo particular, me atrevo a considerar este ejercicio un tanto peligroso, ya que es como promover una especie de divorcio y por consiguiente, una especie de repartición de los bienes acumulados: este concepto es tuyo, este es mío, estas ideas son masculinas, estas son femeninas.
Tratándose de un fenómeno intangible como lo es la cultura, el arte —si bien ambos tienen su lado tangible—, el asunto se vuelve francamente enredoso y es aquí donde me pregunto en qué medida es fértil o provechoso este ejercicio, considerando que no se trata de dividir o de promover este virtual divorcio entre géneros, sino de delinear con mayor nitidez una identidad que se ha quedado atrás como protagonista de la cultura.
Uno de los objetivos de este tipo de encuentros, finalmente, es visibilizar a la mujer en el campo de las artes como creadora y no como tradicionalmente ha sido enfatizado su papel, es decir, como modelo, como un objeto pasivo, como musa, como tema de inspiración, o como un pretexto más para que el hombre se ensimisme en un monólogo que termina diciendo más sobre él que sobre ella, como ha sucedido en infinidad de obras artísticas. Y es que cuando se habla sobre “el eterno femenino”, yo sólo veo una retahíla de conceptos y divagaciones en torno a una idealización de la mujer, pero no veo a la mujer, ni como autora de tales reflexiones, ni como un personaje mínimamente verosímil, o por lo menos, claramente definido.
El primer problema consiste en que quienes han emprendido esta tarea, lo han hecho bajo la idea de que las culturas desarrolladas en el mundo son fundamentalmente androcéntricas, y que por lo tanto, la mujer ha sido básicamente marginada de las manifestaciones artísticas.
Si ustedes me lo permiten, quiero comentar que a mí en lo particular no me parece que la mujer sea un ente invisible o ausente del arte. Muy por el contrario, ha estado presente en las expresiones artísticas de todas las épocas, desde las representaciones de su cuerpo como motivo, hasta las interpretaciones y metáforas muy diversas sobre la mujer como objeto ya de deseo, ya de aversión, ya de amor, ya de odio, ya de moralización, ya de miedo y toda una infinidad de reacciones que la mujer ha inspirado a lo largo de la historia de la humanidad. Calificada como la puerta del infierno, comparada con el diablo mismo, elevada a un nicho junto a los ángeles, idealizada, castigada y todo lo que acabe en “ada”, porque históricamente ha jugado un papel preponderantemente pasivo, la mujer ha visto reflejada en el arte una identidad que no es la suya, sino que es más bien una imagen construida por un imaginario colectivo en que el pincel, la pluma, la gubia o el pentagrama, han sido manipulados casi siempre por manos viriles, a tal grado, que se ha identificado plenamente un discurso hegemónico en el arte, es decir, el masculino, frente al discurso marginal femenino.
Resulta interesante, por ejemplo, la figura de Dulcinea del Toboso, como metáfora de lo que ha sido la mujer en el arte: un personaje que no aparece como sujeto activo, ni como protagonista central de la historia, sino que está ahí como un concepto, un motivo de inspiración que motiva al caballero de la triste figura en sus andanzas. A pesar de que sea causa de desconcierto para la crítica literaria por ser un personaje que nunca aparece en la novela El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, no se le puede negar a Dulcinea su importancia fundamental en la obra. Otro personaje con que ahora se me antoja comparar la presencia femenina en el arte, es Moby Dick, la ballena blanca de Herman Melville, por acercarse más al mito que a la realidad, porque ser involuntario objeto de persecución de una tripulación dirigida por un Ahab obsesionado con el cetáceo, y que muere a su lado, sin que el lector pudiera resolver al final quién fue el cazador y quién la presa.

2. La mujer como creadora
Respecto a las autoras más descollantes a lo largo de la historia, éstas han tenido que recorrer el solitario y no pocas veces tormentoso camino del artista. Sor Juana Inés de la Cruz, Emily Brönte, Simone de Beauvoir, Virginia Wolfe, Teresa de Jesús, Rosario Castellanos, Frida Kahlo, Remedios Varo, Mary Shelley, Elena Garro, tantas y tantas mujeres que en su momento se han enfrentado a un mundo en el que los referentes, los discursos, los intereses, el ambiente, los espacios de discusión, las oportunidades de desarrollo, están trazados como para el natural tránsito de los hombres.

3. Del arte como actividad
José Luis Martínez, en su libro Literatura mexicana, siglo XX, dedicaba un pequeño capítulo a la literatura femenina, en el cual admite que la educación tradicional ha sido un obstáculo importante en la manifestación del talento literario femenino. Sin embargo, considero que juzga con demasiada dureza a las mujeres dedicadas a labores intelectuales, al generalizarlas en dos grupos: las “señoritas de edad, muy sabias, muy eficaces educadoras, obstinadamente feministas”, y “cierto tipo de mujeres empeñadas en llamarse poetisas, pero más libertinas que poetisas, y cuyo abandono de sus tareas tradicionales [1] no ha sido justificado por una educación…” [2]
Martínez le da la razón a Virgina Wolfe en cuanto a la desigualdad de condiciones en las que se desarrolla un hombre y una mujer en el arte. Ustedes recordarán a este personaje ideado por Wolfe, Judith Shakespeare,[3] la hermana imaginaria de William ideada por Virginia, y tan dotada de talento como él, pero que ante las pocas oportunidades de superación que ofrecía su época, no desarrolla sus inquietudes literarias y termina suicidándose.
Aún considerando lo anterior, José Luis Martínez es duro al hablar sobre las mujeres poetas del siglo XIX y anteriores:
Me inclino a suponer que no ha sido otra la causa sino la misma disposición con que se entregaban al cultivo literario. Durante el siglo XIX las “señoritas mexicanas”, como las llamaba el impresor Cumplido, consideraban las letras como uno más de esos adornos, de esas ocupaciones honestas convenientes a la virtud femenina, tanto como el piano, la costura o la cocina. Y era natural, entonces que ejercieran las letras con esa misma boba inocuidad de los bordados y como un gracioso juego de sociedad que nada comprometía ni trastornaba en su alma. [4]

Ciertamente, salvo honrosas excepciones, si las mujeres tenían algún tipo de formación artística, era precisamente para sumar una virtud más entre el repertorio de monerías de que era capaz una mujer casadera.
Vemos que obviamente, Martínez mira este fenómeno con los ojos de su propia época, en que las oportunidades formativas y laborales para las mujeres se habían multiplicado respecto al siglo anterior. Otro problema que distingo aquí, es que el crítico cae en un intento comparatista de las mujeres mexicanas del siglo XIX con sus contemporáneas de Inglaterra, como si ambas se desenvolvieran en los mismos contextos culturales y sociales, y sin tomar en cuenta que la emancipación femenina en Latinoamérica llegó mucho después que en Europa o Estados Unidos.
¡Qué desventuradamente lejanas de aquella pasión, aquella espléndida tormenta, aquella lucha con la soledad y los fantasmas, aquel demonio oscuro e implacable que arrebataban los corazones de las escritoras inglesas del mismo periodo, especialmente Emily Brontë, y que llevaron su obra a la altura de la de los mayores espíritus del siglo! [5]
He retomado estas reflexiones de José Luis Martínez porque, por un lado, no dudo que constituyen un intento muy serio de análisis, si bien limitado por no tomar en cuenta las diferencias que acabo de señalar. El tema de las mujeres en el arte se presta a interpretaciones de este tipo, por un lado, y a apasionamientos feministas a ultranza, por el otro, algunos de los cuales intentan poner a los hombres en el banquillo de los acusados. No olvidemos que el arte es una construcción social y cultural, un producto colectivo que responde a valores y cánones de su tiempo, es producto del desarrollo social, cultural, económico de las sociedades, las cuales no siempre avanzan al parejo, ni llevan un ritmo constante, sino que hay retrocesos, pausas, crisis.

Notas:

[1] El subrayado es mío.
[2] Op. cit. pág. 337.
[3] Personaje imaginario. Según Wolfe, podría ser la hermana de William Shakespeare, tan dotada de talento como él, pero ante las pocas oportunidades de superación que ofrecía su época, no desarrolla sus inquietudes literarias y termina suicidándose (Cfr. Martínez, Literatura mexicana, siglo XX, pp. 336-337.
[4] Martínez, José Luis, Literatura mexicana, siglo XX, pág. 339.
[5] Ibíd.

martes, noviembre 08, 2005

Bagatelas

Lolita
Nadia Talamantes

El vía crucis llamado Servicio de Administración Tributaria (SAT), ese órgano “desconcentrado” de la SHCP, ha significado para muchos de nosotros una lección de paciencia e integridad frente a los enigmas del sistema recaudador. Hacienda es la reencarnación posmoderna del mítico bicharraco de múltiples cabezas que se dedicaba a aterrorizar a los ciudadanos de la zona de Lerna en el Peloponeso. La Hidra del mito griego tiene hoy el nombre más inocente de Lolita, pero sigue acobardando al más valiente. No hay escudo que nos proteja del SAT ni de su lenguaje críptico, los simples mortales debemos encomendar nuestra salvación a hercúleos contadores. ¿ISR? ¿IMPAC?, contrate a un iniciado para que le lleve las cuentas y le traduzca en lenguaje llano sus obligaciones fiscales. Un hércules a sueldo que le limpie los establos a fuerza de cálculos y tarifas variables.

El SAT no es protervo en sí, son sus “desconcentrados” burócratas los que de vez en vez sueltan laberintos disfrazados de formas 1-D1, R1, R2 y anexos infinitos. Laberintos sin hilo, sólo largas filas de personas esperando al minotauro. Burocracia, esa es la palabra que arroja luz -mejor, oscuridad; “bureau” y “cratos”: el poder del escritorio. No somos hombres tratando con hombres, somos usted y yo frente a un ente abstracto con máscara de persona, nosotros frente al demonio de la impersonalidad, la estandarización, el papeleo, los reglamentos y las casillas hambrientas de datos.

Lejos queda la creación de Weber: la burocracia como el sistema perfecto de servicio, de eficiencia, de organización, de administración racional. Max Weber pudo prever las atrocidades que su Frankenstein cometería, intentó poner límites a la burocratización del mundo, pero la máquina ya tenía vida propia y había establecido una brecha insalvable entre el prestador del servicio público y su usuario. Seguramente Kafka leyó a Weber y se preguntó con él qué carajos era ese buró empoderado, y tras haber visitado de incógnito nuestras oficinas mexicanas decidió escribir “El Proceso”. Oh, pobre señor K, testimonio del vía crucis de las ventanillas y los sellos, del trámite cotidiano de la orden sin explicación. Si Weber viviera, tendría que hacer como Diógenes, pasearse de día por nuestras dependencias, secretarías, subsecretarías, departamentos, módulos y escritorios portando una lámpara, buscando un resto de humanidad en el funcionariado, buscando a un hombre y no a un bicho policéfalo con nombre de mujer.
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Dos divagaciones en torno a una taza de café

Kutzi Hernández Galván


Continente de la vigilia parda
incensario
beso tu piel de porcelana
y me asalta el ardor de tu lodo espumoso.
Tiritas, mi reflejo,
tiritamos en el huerto de las infusiones.

Recipiente de insomnios
con perfume de tierra
tu sangre amarga bebo.
Espirales alcalinas, tus dedos me penetran
y en ti me miro, vacilante
y la tarde se estremece a nuestro lado.